Liz Deschenes, Helmut Federle, Callum Innes, Ann Veronica Janssens, Florian Pumhösl, Ian Wallace
Parra & Romero | Ibiza
From June 29 – August 10
WITTGENSTEIN’S PARADOX
Liz Deschenes, Helmut Federle, Callum Innes, Ann Verónica Janssens, Florian Pumhösl & Ian Wallace
“5.6 Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo
5.61 La lógica llena el mundo: el límite del mundo es también su propio límite.”
_ Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6-5.61, 1921
En 1936 el ahora muy conocido, estudiado y refutado Ludwig Wittgenstein (Viena, Austria, 1889 – 1951 Cambridge, Reino Unido) estuvo cerca de visitar España acompañado por David Pinsent, pensador, colaborador y supuesto amante del filósofo vienés. Tratando de huir del mundo, buscando quizá uno de sus posibles límites, decidieron ir a Noruega y allí en Skjolden, tiempo más tarde, el filósofo proyectaría y construiría aquella famosa cabaña donde pasó incontables días escribiendo en soledad.
Cuando Wittgenstein enuncia su famosa proposición en el punto 5.6 del Tractatus, puede que sin pretenderlo, marca un límite absoluto a la realidad. Siguiendo esta lógica, todo lenguaje no sería sino una compilación de reglas que aceptamos y adoptamos como nuestras, esto es, una conjunción de límites. Nuestra mente es finita, pero las reglas tienden a aplicarse a un número infinito de casos. Es quizá por eso que la idea de límite nos es afín pero también mueve algo dentro de nosotros, nos impulsa a transgredirlos y superarlos.
La paradoja que esconde dicha proposición sólo se hace visible a través de su idea de estética y, más concretamente, analizando cómo el filósofo austriaco entiende el arte. Para Wittgenstein, solo podemos acercarnos al arte desde la perspectiva de la eternidad, es decir, desde fuera de esos límites del lenguaje (del mundo). Es por eso que aparentemente la estética no tiene cabida en su pensamiento y, precisamente por eso, acaba convirtiéndose en uno de los pilares fundamentales de su pensamiento dada su condición de dimensión absoluta e inteorizable. No por casualidad otra de sus proposiciones más conocidas y con la que de alguna forma cierra el Tractatus sostiene: “De lo que no se puede hablar hay que callar”.
Desde estas coordenadas, Wittgenstein’s Paradox pretende reflexionar sobre la idea de límite, prestando especial atención a ese valor extradiegético del arte. La selección de obras que forman parte de la exposición sugieren, desde diferentes prismas, cómo el arte tiene la capacidad de transgredir, o cuanto menos aludir a, esos límites.
En términos lingüísticos, lo vemos en los abordajes de Helmut Federle y Florian Pumhösl, que indagan sobre significados y significantes emancipando alfabetos de sus connotaciones tradicionales. Abren, así, la puerta a nuevas asociaciones, subrayando a su paso el eterno carácter arbitrario del signo. Helmut Federle lo logra a través del abecedario latino -haciendo hincapié tradicionalmente en la letra H, aunque aquí expandiéndose a otras formas como la A-; y Florian Pumhösl a través del alfabeto georgiano, ambos explorando desde lo formal a través de sus respectivos soportes.
Por otro lado, desde un sentido geográfico, notamos esa expansión principalmente en las obras de Ian Wallace. La fragmentación de sus montajes fotográficos y pictóricos nos lleva ineludiblemente a los espacios que referencian. Así, museos, estudios y la calle compiten con acrílicos coloridos por un espacio limitado en la extensión de la tela, a la vez que amplían nuestra mirada hacia aquellos espacios-otros en donde fueron captados por la cámara.
Por último, encontramos abordajes (y desbordes) presentes en las obras desde un anclaje matérico. Para llevar adelante sus cuadros -en donde primero aplica capas de óleo superpuestas, para luego remover algunas de ellas con trementina- los brochazos de Callum Innes inevitablemente exceden los límites del lienzo. Lejos de ocultar estos procesos, el artista nos deja entrever en las piezas terminadas algunos de esos rastros, sobre todo al verlas de cerca: bajo el negro se atisban los colores que no llegaron a la superficie de la tela dejando un vacio intencionado; asímismo, los cantos de sus bastidores pueden presentarse tanto pulcros como cubiertos de salpicaduras, producto de esas excedencias. Las obras de Ann Verónica Janssens van más allá de sus límites tangibles irisando la luz a su alrededor y volviéndola así, paradójicamente, la gran protagonista de sus piezas. Por último, en el caso de Liz Deschenes, vemos la expansión de sus obras FPS en el rol activo y fundamental que jugamos como espectadores. No solo muchos de sus fotogramas presentan una superficie que nos refleja y nos involucra en la obra desde un plano explícito; sino que, en los FPS –sigla en inglés de fotogramas por segundo-, se juega otra razón de peso: el montaje en tiras verticales, colocadas a intervalos constantes son un guiño a los primeros aparatos de cinematógrafo. Allí, era la cinta que se movía; pero aquí, el movimiento lo aporta quien recorre la pieza, que también presenta cambios iridiscentes dependiendo de la perspectiva y la incidencia de la luz.
WITTGENSTEIN’S PARADOX
Liz Deschenes, Helmut Federle, Callum Innes, Ann Verónica Janssens, Florian Pumhösl & Ian Wallace
“5.6 The limits of my language mean the limits of my world.
5.61 Logic fills the world: the limits of the world are also its limits.”
_ Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6-5.61, 1921
In 1936, the now well-known, studied and refuted Ludwig Wittgenstein (Vienna, Austria, 1889 – 1951 Cambridge, UK) was about to visit Spain together with David Pinsent, thinker, collaborator and supposed lover of the Viennese philosopher. Trying to escape from the world, perhaps seeking one of its possible limits, they decided to go to Norway and there in Skjolden, some time later, the philosopher would design and build that famous cabin where he spent countless days writing in solitude.
When Wittgenstein states his famous proposition in point 5.6 of the Tractatus, perhaps without intending it, he established an absolute limit to reality. Following this logic, every language would be nothing but a compilation of rules that we accept and adopt as our own, that is, a conjunction of limits. Our minds are finite, but the rules tend to be applied to an infinite number of cases. This is perhaps why the idea of limits is not strange to us but also moves something within us, drives us to transgress and overcome those limits.
The paradox hidden in his famous proposition only becomes visible through his idea of aesthetics and, more specifically, by analyzing how the Austrian philosopher conceived art. Wittgenstein maintains that we can only approach art from the perspective of eternity, that is to say, from outside those limits of language (the world). That is why aesthetics apparently have no place in his philosophical thinking and, precisely for this reason, it ends up becoming one of the fundamental pillars of his thinking given its condition as an absolute and untheorizable dimension. It is not by chance that another of his best-known propositions, with which he somehow closes the Tractatus, maintains: “Whereof one cannot speak thereof one must be silent.”
From these coordinates, Wittgenstein’s Paradox intends to reflect on the idea of limit, paying special attention to the extradiegetic value of art. The selection of works that are part of the exhibition suggest, from different prisms, how art has the capacity to transgress, or at least allude to, those limits.
In linguistic grounds, we see this in the approaches of Helmut Federle and Florian Pumhösl, who look into signifiers and signifieds by emancipating alphabets from their traditional connotations. They thus open the door to new associations, emphasizing in their path the eternal arbitrary nature of the sign. Helmut Federle achieves this through the Latin alphabet -traditionally with a focus on the letter H, although here expanding to other forms such as A-; and Florian Pumhösl through the Georgian alphabet, both exploring from a formal point of view through their respective mediums.
On the other hand, from a geographical sense, we notice this expansion mainly in the works of Ian Wallace. The fragmentation from his photographic and pictorial montages leads us inevitably to the places they refer to. Thus, museums, studios or the street compete with colorful acrylics for a limited space in the extension of the canvas, while expanding our gaze to those spaces-others where they were captured by the camera.
Finally, we find approaches (and overflows) that are presented in the works from a material basis. In order to carry out his paintings -where he first applies layers of superimposed oil paint and then removes some of them with turpentine- Callum Innes’ brushstrokes inevitably exceed the limits of the canvas. Far from hiding these processes, the artist lets us glimpse some of these traces in the finished pieces, especially when we see them up close: under the black we can see the colors that did not reach the surface of the canvas, leaving an intentional emptiness; likewise, the edges of his frames can be both neat or covered with splashes, as a result of these excesses. Ann Veronica Janssens’ works go beyond their tangible limits, iridescing the light around them and making it, paradoxically, the main protagonist of her pieces. Finally, in the case of Liz Deschenes, we see the expansion of her FPS works in the active and fundamental role we play as viewers. Not only do many of her photograms present a surface that reflects us and involves us in the work from an explicit plane; but in the FPSs -acronym for frames per second-, another important reason is at at work: the assembly in vertical strips, placed at constant intervals, is a nod to the first cinematograph apparatuses. There, it was the filmstrip that moved; but here, the movement is provided by the one who moves around the piece, which also presents iridescent changes depending on the perspective and the incidence of light.